Trump, aranceles y arrogancia imperial: una guerra de ricos que pagamos los pobres
Por Bianca Morales
“Me están besando el trasero.” Con esta frase vulgar, Donald Trump se refirió a los países que han accedido a eliminar aranceles a Estados Unidos. Entre ellos se encuentran Zimbabue, Taiwán, Vietnam, Israel, Argentina y otros que, según comunicados de la Casa Blanca, forman parte de un grupo de alrededor de 70 países —sin aclararse cuáles exactamente ni bajo qué condiciones— que han cedido ante las presiones del gobierno estadounidense.
“Se mueren por llegar a un acuerdo”, afirmó el presidente. Pero lejos de reconocer el trasfondo geopolítico y económico de estas concesiones, Trump celebra con arrogancia que, frente a la necesidad impuesta por el capital, las naciones más débiles terminan “besándole los pies”. La realidad es que los países que han cedido a estas imposiciones son ya aliados cercanos de Estados Unidos o no representan un peso relevante en sus importaciones. La desigualdad económica global no se cuestiona; al contrario, se convierte en motivo de burla.
Trump anunció además una suspensión temporal de los aranceles por 90 días. No obstante, quien no se arrodilló fue China, y ante esto Trump respondió elevando sus aranceles hasta 125%, considerando como “falta de respeto” las represalias impuestas por China. ¿Qué busca Trump con esto? Nadie lo sabe con certeza. La narrativa sugiere que pretende reactivar el sector industrial estadounidense, pero el tono burlón y prepotente con que lo hace solo evidencia el desprecio hacia los países empobrecidos que son obligados a ceder bajo las reglas del capital.
La imposición de aranceles por parte de Estados Unidos refleja también un intento desesperado de controlar la producción global. Sin embargo, ese control lo ha tomado China, y EE.UU. está a “diez años luz” de poder competirle. En esta guerra comercial, las divisiones entre países provocan nuevas alianzas. Históricos enemigos de China, como Japón y Corea del Sur, no están cómodos con los aranceles de Trump y han comenzado a dialogar con Pekín para negociar en torno a los semiconductores y los chips.
La estrategia arancelaria de Trump, que ni siquiera cuenta con un plan claro sobre cómo contribuiría al desarrollo económico de EE.UU., ha generado una respuesta regional inesperada: los países asiáticos, históricamente enfrentados, empiezan a unificarse. Todo esto mientras Trump juega a ser el “rey del mundo” y la brecha de desigualdad entre naciones se ensancha a niveles espeluznantes.
Hoy, el 1% de la población mundial posee más del 50% de la riqueza global. Esta concentración extrema no es accidente: es el resultado directo de las relaciones sociales impuestas por el modo de producción capitalista. En este sistema, EE.UU. domina el aparato financiero, imponiendo el dólar como moneda de reserva global en más del 60% de las transacciones internacionales. China, por su parte, lidera la manufactura mundial, produciendo el 30% de las mercancías que consume el planeta.
Ambas potencias profundizan la desigualdad con esta guerra que tiene un objetivo compartido: mantener el dominio del aparato industrial. Sin base productiva no hay control financiero, y sin este, las inversiones del capital entran en crisis. El resto de los países más pobres giran en torno a este monopolio entre EE.UU. y China. Y si bien esto parece una guerra entre naciones, no es menos cierto que se trata, fundamentalmente, de una guerra entre capitalistas por el dominio del mundo. Los países pobres pagan el precio de su confrontación.
La gran farsa es que, gane quien gane, las élites capitalistas siempre saldrán beneficiadas. Hoy, China lleva la delantera industrial, pero en algún momento ambas potencias cederán. Sin embargo, el control del capital no cambiará de manos. Las megacorporaciones como Apple, Tesla, Google, FedEx, BlackRock, entre otras, se adaptarán a cualquier dinámica siempre y cuando sus niveles de acumulación no se vean afectados. Su interés no es otro que mantener intacto el modo de producción capitalista.
La “ley de hierro de la competencia” entre capitalistas es la que genera estas guerras. Pero mientras ellos reducen un poco sus márgenes de ganancia, es la clase trabajadora la que paga con su vida. En esta pelea por controlar los mercados, lo que está en juego es la necesidad urgente del capital por reproducirse: inversión rápida, ganancia inmediata. La economía capitalista no busca planificar, sino valorizar mercancías, intercambiarlas por dinero y desechar lo que no sea rentable. Quien no logre insertarse en ese ciclo, queda fuera del juego.
Muchos capitalistas han quedado rezagados en esta transición al modelo transnacional del capital. Entonces, ¿por qué la clase trabajadora habría de seguir confiando en un sistema que genera guerras por una necesidad inherente de acumulación para una ínfima minoría?
El cambio no vendrá de China ni de EE.UU. Vendrá de nosotros como clase trabajadora, si nos organizamos para construir un modelo económico que responda directamente a nuestros intereses. Un modelo que desarrolle el sector industrial no para enriquecer a unos pocos, sino para poner la riqueza acumulada al servicio de las mayorías. Bajo el control estatal de la clase trabajadora, podríamos dejar de depender de créditos privados dirigidos por la competencia y reemplazarlos por líneas de crédito que incentiven el trabajo, mejoren servicios y los hagan accesibles según necesidades reales, no según la especulación financiera.
Es absurdo que una minoría controle tanta riqueza. Por eso, la clase trabajadora debe organizarse políticamente de forma independiente. No para besarle el trasero a nadie. A Trump, y al sistema capitalista que representa, hay que darle una patada. Porque este sistema no está hecho para beneficiar a la clase trabajadora, sino para aplastarla.