EE.UU. fascista: Trump convierte a migrantes y activistas en enemigos del Estado
Por Inés Alvarado
En marzo de 2025, Andry Hernández Romero, un artista de maquillaje venezolano y solicitante de asilo político, desapareció sin rastro de un centro de detención en Estados Unidos. Días después, su imagen apareció en la portada de Time: cabeza rapada, rostro golpeado, encadenado en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador, una prisión denunciada por torturas, donde “la única salida es en un ataúd”.
Andry es un hombre gay que huyó de la persecución política en Venezuela. Su único “delito” fue tener tatuajes de coronas en honor a sus padres. Fue deportado sin juicio, acusado falsamente de pertenecer a una pandilla. Su historia no es una excepción. Es el rostro concreto de una política fascista marcada por la xenofobia, la homofobia, la criminalización de la pobreza y un desprecio sistemático por los derechos humanos.
Estados Unidos, que se vende como la "gran democracia del mundo libre", se revela como una maquinaria represiva que ha convertido a millones de trabajadores inmigrantes en objetivos de una cacería clasista. Bajo la lógica del capital, reducir la fuerza de trabajo sobrante es una prioridad para mantener la rentabilidad, y los sectores más vulnerables —migrantes, pobres, activistas— son los primeros en ser descartados.
No es nuevo. EE. UU. saquea los países de donde provienen estos trabajadores y luego les cierra las puertas, condenándolos al encarcelamiento o a la deportación como mano de obra descartada. Esta es la cara real de un sistema que jamás fue una democracia para las mayorías trabajadoras, sino un régimen político diseñado por y para una élite burguesa que bloquea el desarrollo de la humanidad para seguir acumulando capital.
El fascismo no es una aberración externa al sistema; es el mecanismo de emergencia del capitalismo para salvarse de sus propias crisis. No tiene partido fijo: se manifiesta donde el capital lo necesite, ya sea bajo el ala extrema de los republicanos o bajo el rostro “progresista” de los demócratas.
Durante la Gran Depresión, el presidente demócrata Franklin D. Roosevelt envió matones a reprimir huelgas obreras como la ocupación de fábricas automotrices en 1936-37. Décadas después, ambos partidos —republicanos y demócratas— votaron a favor de la Ley Taft-Hartley que restringió severamente el derecho a huelga, y permitió la persecución política de trabajadores con ideas comunistas.
En 1994, el entonces senador Joe Biden y el presidente Bill Clinton aprobaron la Ley del Crimen, que expandió el sistema carcelario y aceleró el encarcelamiento masivo de afroamericanos y latinos, alimentando el negocio de las cárceles privadas. En 2008, el presidente Barack Obama no solo rescató a Wall Street, sino que autorizó la infiltración de agentes federales en movimientos anticapitalistas y mantuvo redadas, detenciones y deportaciones masivas de trabajadores/as inmigrantes, al igual que hoy.
La actual administración de Trump ha revivido la Ley de Extranjeros Enemigos de 1798, usada por última vez contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Hoy se aplica contra venezolanos deportados al CECOT, sin antecedentes penales, juzgados únicamente por tatuajes y publicaciones antiguas en redes sociales. Documentos internos revelan que el 75% de estos deportados no tiene historial criminal. Según Lee Gelernt, abogado de la ACLU: “Los nazis tuvieron más derecho a defenderse que estos hombres”.
Pese a órdenes judiciales de detención, las deportaciones continúan. EE.UU. ha pagado más de $6 millones a El Salvador para encarcelar a estos migrantes en condiciones inhumanas. La represión va más allá de los inmigrantes: también persigue a activistas políticos.
Amir Makled, abogado en Dearborn, fue interrogado en un aeropuerto por defender a manifestantes pro-Palestina.
Mahmoud Khalil, estudiante de Columbia, fue arrestado en marzo de 2025 y enviado a un centro de detención en Luisiana bajo falsas acusaciones.
Rümeysa Öztürk, universitaria turca, fue detenida durante el Ramadán por protestar contra el genocidio en Gaza.
La estrategia es clara: equiparar disidencia política con terrorismo y desatar una campaña de represión preventiva contra toda crítica al sistema. Las agencias migratorias hoy actúan como aparatos de inteligencia política, y los centros de detención como campos de castigo para quienes osan levantar la voz en medio de una crisis económica que el sistema capitalista no puede resolver.
Mientras tanto las deportaciones a ciegas generan más caos, ya que los inmigrantes sostienen sectores clave de la economía como la agricultura, la construcción y los servicios esenciales. Son columna vertebral del país, pero tratados como desechables. Trump no gana apoyo con soluciones reales, sino mediante el miedo y la represión.
En Puerto Rico, la gobernadora Jennifer González y el comisionado residente Pablito González no solo respaldan estas políticas: hacen coro activo al fascismo en Washington. Los partidos de oposición se limitan a denunciar shows mediáticos, como el de los “100 días de la gobernadora”, sin conectar esas denuncias con la necesidad de organización política real de la clase trabajadora.
Urge construir comités en barrios, centros de trabajo y escuelas, que actúen como núcleos de resistencia y generen un programa político anticapitalista y antirrepresivo que lleve a la creación de una sociedad de avance hacia los intereses de la clase trabajadora. No se trata solo de responder a las ocurrencias de los gobernantes coloniales, sino de impulsar una verdadera unidad obrera internacional contra el imperialismo y su guerra económica.
Exijamos el fin de las deportaciones y el cierre inmediato del CECOT. Libertad para Andry, Mahmoud, Rümeysa y todos los presos políticos.
La organización política de la clase trabajadora no es una opción, es una urgencia histórica. Solo con ella podrá construirse un verdadero orden democrático, donde la vida y el trabajo de la mayoría estén por encima de las ganancias de una minoría criminal.