Caen los mercados, sube la miseria: el precio de los aranceles de Trump
Por Isabelino Montes
Las políticas arancelarias de la administración Trump no solo han sido erráticas, sino que han sumido a la clase trabajadora en un limbo económico y político. Lejos de representar una solución, esta guerra comercial es una expresión directa de las contradicciones internas del capitalismo: una disputa entre facciones del capital que arrastra consigo a millones de trabajadores/as.
Trump promete “volver a hacer grande a EE.UU.” devolviendo la producción al país mediante la imposición de aranceles. Pero esta medida, más que fortalecer la industria nacional, ha desatado un enfrentamiento entre el capital industrial y el financiero, dos ruedas del mismo eje capitalista. La caída de Wall Street en los últimos días refleja que el sistema tambalea. El problema no es solo externo, no es únicamente China; el problema es estructural, y está dentro del propio modelo capitalista.
Aunque industrialistas y financistas aparenten estar en bandos opuestos, comparten un mismo objetivo: sostener la acumulación de capital. La producción, sin embargo, sigue siendo el corazón del sistema, pues sin ella no hay mercancías que circular ni capital que multiplicar. La lógica capitalista transforma los valores de uso —lo necesario para vivir— en valores de cambio, es decir, en mercancías para el mercado.
Trump conoce esta lógica y, al imponer aranceles, cree que puede resucitar una industria que ya fue externalizada en busca de mano de obra barata y mayores ganancias. Pero las consecuencias han sido inmediatas: el desplome de las bolsas de valores, la paralización de inversiones y la profundización del caos económico. Wall Street sangra, y los capitalistas tiemblan ante la posibilidad de que el Estado no pueda volver a salvarlos, como ocurrió en 2008 y recientemente bajo la administración Biden.
Los discursos desde la Casa Blanca intentan convencer a la clase trabajadora de que esta guerra es por su bien. Nos dicen que los aranceles defenderán nuestros empleos frente a la competencia china. Pero lo cierto es que ni Trump ni ningún republicano retrógrado están dispuestos a hundir Wall Street. Porque la industria capitalista necesita del capital financiero para seguir girando su rueda de explotación.
Por eso vemos a figuras como Jamie Dimon (JP Morgan), Ken Langone (Home Depot) y Larry Fink (BlackRock) alzar la voz contra los aranceles. No es por preocupación social, sino porque sus ganancias están en juego. Esta no es una guerra entre países, es una guerra entre capitalistas por controlar los mercados, y somos nosotros —la clase trabajadora— quienes pagamos los platos rotos.
El bipartidismo en EE.UU. se une ante el abismo: los republicanos imponen aranceles para salvar la industria; los demócratas financian guerras e inversiones trasnacionales. Ambos coinciden en un punto: salvar a Wall Street. Y para ello no dudan en recurrir al dinero del presupuesto federal, es decir, al dinero que sale del sudor de la clase trabajadora.
Pero esta situación no es nueva. Inglaterra vivió un proceso similar. En los siglos XVIII y XIX, Londres se convirtió en la cuna del capitalismo mundial. Su industria manufacturera alimentó al City de Londres, corazón financiero del Imperio. Con el tiempo, el exceso de capital y la saturación de mercados empujaron a los capitalistas ingleses a financiar guerras y colonizar el mundo. Cuando la rentabilidad nacional se agotó, el capital se volvió especulativo y el aparato industrial entró en decadencia.
El caso inglés revela dos verdades fundamentales: primero, que el capital industrial tiende inevitablemente a generar capital financiero especulativo; segundo, que la lógica de expansión del capital es incompatible con una economía planificada y racional al servicio de la mayoría.
Hoy vivimos una situación similar. La guerra comercial entre EE.UU. y China no busca beneficiar al pueblo trabajador, sino asegurar el dominio de los monopolios capitalistas industriales y financieros. Ni uno ni otro país apunta a una reorganización racional de la producción; ambos compiten por ver quién extrae más plusvalía, quién impone más aranceles, quién se queda con más mercados.
Por eso no podemos caer en la trampa de elegir entre China o EE.UU. El único bando que debemos escoger es el de la clase trabajadora. Debemos organizarnos políticamente, levantar comités obreros/as que planten cara tanto a los aranceles de Trump como a la dictadura financiera de Wall Street. Hay que construir un programa político que apunte a nacionalizar los medios de producción bajo control obrero y constituir un Banco Nacional e Internacional de los trabajadores/as que responda a las necesidades sociales, no a los intereses del capital.
Es hora de romper con la lógica de un sistema que reparte migajas mientras los capitalistas se reparten el mundo. Aprovechemos las herramientas que nos dejó el desarrollo industrial para construir algo nuevo: una economía planificada según las necesidades de cada país e internacionalista, al servicio de las necesidades de toda la humanidad y no del lucro privado. Porque el futuro no está en salvar a Wall Street ni en restaurar la industria capitalista, sino en superarla.